Autores: Martin Labollita y Sergio Macagno
Colaboradores: GM Alejandro Hoffman y GM Diego vlaerga
Prologo de Sergio Negri
14 x 21
95 paginas
Prologo
“Ignoto pero admirable” Muy gentilmente me piden unas palabras para prologar este libro en el que se explora una variante ajedrecística de las aperturas descubierta, hacia mediados de los años 40 del siglo pasado, por Ovsey Cotlar, aficionado al juego de origen ucraniano (nació en una ciudad de ese país cuando estaba bajo dominio del Imperio Ruso) devenido, con el curso del tiempo, en argentino. Ovsey orgullosamente tomó para sí un delicado concepto con el que otros se encargarían de definirlo, ese de “burgués pero decente”, concepto que opera de epígrafe del libro resaltando en la expresión un adversativo que se intuye muy comprensible para alguien que, seguramente, en su calidad de emprendedor, comenzó rápidamente a sentir los rigores de la Revolución Rusa de 1917 (tal vez más al ser judío). Adversativo que, si nos alejamos lo suficiente de algunas intenciones de menoscabo que se suelen tener en cuenta a la hora de su formulación, retomo ahora para caracterizar mi sentir y, entonces decir, que estoy “asombrado pero agradecido”, ya que nunca dejaré de sorprenderme de que se me requiera esta clase de mirada que, desde luego, considero un reconocimiento personal. Adversativo que bien puede aplicarse a una obra dedicada a una figura bastante poco conocida (y ahí admito mi ignorancia sobre el personaje, hasta que me lo fuera presentado) ya que estamos en presencia de una figura “ignota pero descubrible” la cual, al cabo de la lectura de estas páginas, pasará a ser, gracias a los autores, de “conocida y admirable”. Por lo pronto al menos sabemos que Ovsey era un burgués para el nuevo régimen soviético, calificativo desdeñoso que también se aplicó al ajedrez en tanto práctica, una que le era tan cercana a aquel. Es que los cultores de la revolución, al menos sus exégetas, entendían que ser empresario o practicar ese pasatiempo no eran actividades especialmente dignas. En eso hubo una profunda ignorancia ya que el ajedrez fue central para los rusos en particular (y para los eslavos en general), desde siempre o, para ser más exactos, una vez que ingresó a su vasto territorio siguiendo el curso del río Volga en algún momento del primer milenio (teniendo como punto de origen la cultura persa con capital en la mítica Bagdad). Desde ese momento iniciático se lo practicó, no solo en las cortes sino, también, por el pueblo y referentes de la cultura como, solo por dar un nombre, León Tolstói. Y también por el líder revolucionario Lenin, a pesar de lo cual se tildará al pasatiempo de burgués, en los comienzos del frenesí revolucionario. Ovsey debió emigrar, por burgués (y lo era por partida doble, ya que a su condición de hombre de la producción le sumaba la de ser un apasionado por el ajedrez), precaviéndose de no seguir sufriendo en carne propia en su país los efectos de la revolución. El ajedrez, en cambio, tendría su revancha local ya que, de ser dejado de lado en los principios, pasará a ser reapropiado por el régimen en sus valores, difundiéndoselo particularmente entre el sector considerado proletario. Y se lo apoyará desde el poder para, incluso, enarbolárselo como emblema idiosincrásico de un país que lo catapultó como elemento central de una batalla ideológica librada por el socialismo real frente a occidente. Pero, claro, Ovsey, antes de poder comprobar la evolución de los acontecimientos, que al menos fue virtuosa en lo que a su amado juego respecta, debió protegerse buscando horizontes más complacientes, recalando en continente sudamericano, primero en el lejano Uruguay y, más tarde, en una Argentina donde forjará su destino y el de los suyos. En la concepción de nuestro héroe, había una tríada virtuosa integrada por el ajedrez, la música y las matemáticas actividades que, como es sabido, permiten, como en ninguna otra, la aparición de genios precoces. En todas ellas se cultivó en evidencia de espíritu sensible. Uno de sus hijos, Mischa, heredará los valores de esta virtuosa trinidad. En esto, vemos la consagración de la relevancia de la educación, de la búsqueda de superación personal y de la transmisión intergeneracional de los saberes, más allá de las circunstancias que toquen afrontar. Valores que siempre deben estar vigentes, que se nos ocurre caracterizaron a sociedades que estaban, como era la Argentina de primera mitad del siglo XX, orientadas en la necesidad de progreso por lo que, en ese contexto, abrió sus brazos a una inmigración pujante (¡a todos los Cotlar del mundo que quieran habitar suelo argentino!). En Ovsey, el ajedrez no llegó a significar un especial destaque en tanto jugador, aunque alguna vez en Montevideo sorprendió por alguna de sus performances. Con todo, su apasionado vínculo con el juego lo hizo analizar sus recovecos, pudiendo descubrir aportes teóricos importantes que, en lo que respecta a su aporte en la Defensa Lasker del Gambito de Dama Rehusado, lo hizo introducir una posibilidad muy aguda en una posición clásica. Con esa novedad, en apariencia errónea ya que sacrifica un peón dejando expuesta una torre propia, se planteaba una línea muy agonal que le permitía al conductor de las piezas negras, si se seguía la secuencia correcta, igualar un juego frente al rival que moviera las piezas blancas, el que no podría imponer ventaja material obtenida. Este descubrimiento, que los autores patentizan en toda su fuerza a lo largo de las páginas, se dio para 1945. Momento en que Ovsey, ese de las moliendas de harina de otrora, dio ahora, en el marco de otra clase de proceso productivo, su propia simiente con una contribución a la teoría ajedrecística. Y así, un descubrimiento teórico que sorprendió al vibrante medio local argentino, será luego explorado y explotado en partidas disputadas en continentes americano y europeo, o bajo la modalidad de encuentros por correspondencia, o mediando análisis sesudos (no siempre reconociendo el mérito del creador), en una senda que quizás tuvo como el cénit ese momento en que el excampeón del mundo, el indio Vishy Anand, le propuso (¡siguiendo a Cotlar!) a Veselin Topalov el sacrificio de peón que implica la variante. El que fue precautoriamente evitado, en su línea más agresiva, por el jugador búlgaro alguien que también se consagró titular del orbe, más precisamente en la mismísima Argentina en donde había surgido esta variante. Surgimiento que, insistimos, había acontecido en aquellos años 40, en un orgulloso país sudamericano que bullía, especialmente, en el campo del ajedrez. Su espléndida capital de Buenos Aires (ciudad muy influida por la cultura occidental dominante), venía en 1939 de ser sede de las primeras Olimpíadas (se denominaba a la prueba por entonces en tanto Torneo de las Naciones) realizada fuera del continente europeo y, como eso se dio en contemporaneidad de la declaración de la Segunda Guerra Mundial, muchas cosas pasarían (y no sólo allá). Por lo pronto, más de veinte figuras internacionales, entre ellas el polaco Miguel Najdorf, el sueco Gideon Ståhlberg, la alemana Sonja Graf (la segunda mejor ajedrecista de la época), el futuro israelí Moshe Czerniak (en estos tres casos en forma temporaria), entre muchos otros, habrán de permanecer aquí, engrandeciendo la práctica deportiva del ubérrimo y pacífico suelo sudamericano. Para más, en un hecho notable que se reconoció formalmente solo recientemente, en aquella egregia oportunidad se decidió que el argentino Augusto de Muro asumiera como Presidente de la Federación Internacional de Ajedrez, en la perspectiva de que el terror que habría de imperar en Europa (el que fue sabiamente diagnosticado en Buenos Aires), habría de impedir que la organización internacional pudiera cumplir en lo inmediato con su cometido de forma normal. Así las cosas, para cuando Cotlar formuló su aporte teórico en una apertura del ajedrez, Argentina en general, y Buenos Aires más en particular, era uno de los centros ajedrecísticos principales del mundo. Con un Najdorf nacionalizado que comenzó a codearse se con las máximas figuras internacionales (en algunas mediciones fue el segundo jugador del planeta por casi tres años, solo por detrás del soviético Mijaíl Botvínnik) y que ofrecía su talento en simultáneas a ciegas que lo convertirán en récord universal; con la vecina ciudad de Mar del Plata proponiendo torneos internacionales de nota; con la aparición de figuras locales de la talla de Julio Bolbochán (hermano menor del excampeón argentino Jacobo), con Héctor Rossetto, Carlos Guimard, y otros dos extranjeros que gustosamente se sumaron al generoso suelo: Herman Pilnik, que muy joven había arribado al país desde Alemania y Erich Eliskases que lo hizo,tras una breve estadía en Brasil, tras consagrarse campeón olímpico con Alemania en 1939. Un clima tan enjundioso como propicio se vivía a punto tal de que, como lógica derivación, con el reinicio de las competencias olímpicas en los años 50 la Argentina será triple vicecampeona, entre otros logros, en el momento más brillante de su rica historia ajedrecística. Ese fue el tiempo en que Cotlar pasará a la inmortalidad. Murió en 1952, año en que solo la URSS de sus orígenes superaba en ajedrez a su país adoptivo. Ese fue el contexto histórico en el que se dio el descubrimiento de Cotlar, que se despidió seguramente con una sonrisa, por el bienestar de su país de adopción y por el progreso de su familia. Un descubrimiento que es diseccionado en este trabajo, desde su aparición hasta su evolución, en el proceso de una investigación amable y minuciosa ya que siempre, es preciso explorar las consecuencias de cada posibilidad que ofrece un vasto y misterioso ajedrez. Un ajedrez que aprende de sí mismo, que se regodea en cada detalle, hasta la extenuación, de forma de abarcar, incluso, y permítase regresar a los adversativos, “lo interesante pero impracticado”, “lo indagable pero ignorado”, “lo infrecuente pero admisible”. Es que, de ese modo, por análisis sucesivos y profundos, se construye el conocimiento acumulado. Por búsqueda, por exploración, por investigación, por extensión inexorable del campo de saber. Y así, el ajedrez se enriquece, explotando al máximo cada historia, cada personaje, cada detalle. Los autores han sabido perfectamente comprender esto, ejecutando con fineza y absoluta amplitud el propósito desde el cual partieron, al concentrar el foco de la mirada en el aporte de Ovsey Cotlar, cuestión a la que habrían de dedicarle tanto esfuerzo y sobre el que ejercieron el dulce encanto de la obsesión. Logrando transmitir su propio interés a los lectores. Obsesión sobre alguien que, al comenzar la lectura del libro, podía ser visto a lo sumo como “ignoto pero interesante” pero (¡adversativos siempre a bordo, aunque ya a punto de abandonarlos!) que, al cabo de la recorrida de sus páginas, y ese es el mayor mérito de Martín y Sergio, podríamos y deberemos desde ahora decir, olvidándonos de los adversativos y apelando ahora al campo de las conjunciones, que Ovsey Cotlar se convierte en una figura “reconocible y relevante”. Una vez más, ahondar en el ajedrez, más allá de las cuestiones técnicas que a los especialistas tanto nos complace recorrer, muchas veces para el reproche de los legos, nos permite ver que el juego es una experiencia que puede ser percibida en toda su riqueza. Del detalle al todo. De la aldea al universo. Del ajedrez a la vida. En nuestro propio universo, basta que se hallen los buenos escribas para que nos relaten las interesantes historias que se dan en derredor de los tableros. Así, ahora tenemos este enjundioso trabajo sobre Ovsay Cotlar que, en su figura, en su propuesta innovativa y en su trayectoria vital, gracias a este delicioso texto, ha quedado definitivamente reivindicado, siendo rescatado del polvo del olvido. Un Ovsay Cotlar, desde ahora, nada ignoto. Un Ovsay Cotlar, del todo relevante. Un Ovsay Cotlar que deja de ser “desconocido” para convertirse en una figura “reconocible y admirable”. Un Ovsay Cotlar que, desde su humilde lugar, y en ejercicio de su infrecuente creatividad, también pudo y supo aportar lo suyo enriqueciendo para siempre la teoría del ancho mundo del ajedrez.