Galopaban los convulsos años sesenta cuando un sordo genial, como Beethoven, nos recordó que la belleza del ajedrez no sólo se encuentra en los sacrificios románticos. Muchas partidas de Tigran Petrosian impresionan porque un hilo melódico une los movimientos hasta el desenlace, casi siempre elegante. Aunque el armenio solía escuchar a Chaikovski antes de sus duelos, otro campeón del mundo, Mijail Tal, comparó su arte con el de Liszt, tal vez por la gran complejidad que les une: las sonatas para piano del húngaro son tan difíciles de interpretar como las sutiles maniobras de Petrosian. Amagos por la izquierda para lanzarse por la derecha, entregas de material a largo plazo y profilaxis previas incluso al pensamiento del rival definen a un genio, injustamente etiquetado por sus empates sin lucha. Algo similar ocurre con su sucesor, Boris Spasski, a quien podemos comparar con Mozart por el inmenso talento de ambos, si bien el austriaco era hiperactivo y el exsoviético, hoy francés, un as de la vagancia. Sin embargo, y a pesar de que casi siempre hablamos de él como un actor secundario de la gran película de Bobby Fischer, Spasski es uno de los grandes de la historia, el décimo campeón del mundo, con todo el mérito. Su obra y la de Petrosian pueden escucharse en este libro bajo la maravillosa batuta de Gary Kasparov, quien además hace justicia con cuatro que no fueron campeones pero sí virtuosos: Gligoric, Polugaievski, Portisch y Stein, los teloneros de lujo de un concierto magistral.